Hace algunos meses, en las semanas previas a la aprobación de la Ley Sinde, escribí un post titulado “Un hermoso cuento chino”. La idea principal es que hay quien presenta el sistema actual de derechos de autor como si fuera una institución de Derecho Natural, inmutable e incontrovertible, que no debe ser alterada de forma alguna so pena de graves cataclismos. Para poner en perspectiva esta idea, el post explicaba que, hace miles de años, los chinos adoptaron la costumbre de tallar en piedra sus obras maestras e incitaban al pueblo a copiarlas, de manera que cualquiera podía acercarse al correspondiente peñasco y obtener una copia del texto mediante un procedimiento similar a la litografía.
Hoy se me ha ocurrido ofrecerles otra perspectiva distinta sobre la propiedad intelectual: la que se obtiene de comparar los derechos del autor/creador en las artes, la ciencia y la tecnología. Creo que esta comparación, necesariamente superficial por las limitaciones de espacio de este blog, nos permitirá relativizar una vez más la estructura de estos derechos, tan legítimos como legítimamente discutibles.
Empecemos por lo más conocido: los derechos de autor en las artes. Éstos se han configurado como un derecho de copia o Copyright. Consiste en que el creador dispone de un derecho exclusivo para copiar y comercializar las copias de su obra, que pueden cederse a otra parte - llamémosla “el editor” - a cambio de una contraprestación económica. El derecho de copia persiste durante toda la vida del autor y por un período adicional que puede oscilar entre 50 y 70 años tras su fallecimiento.
Como sabemos, este modelo económico ha entrado en crisis porque el avance tecnológico ha difundido las tecnologías de copia hasta el punto de que, con una inversión de unos cientos o miles de euros, como mucho, cualquier ciudadano puede reproducir y distribuir con facilidad libros, discos, películas u obras gráficas.
Por su parte, los derechos de autor en ciencia son un caso particular de lo anterior, con algunas peculiaridades derivadas de las características propias de la obra científica.
La obra más típica de un autor científico es el artículo de investigación (o paper, en la jerga del oficio) en una revista de investigación (a éstas las llamamos journals). Las condiciones de publicación varían entre distintas revistas y diferentes especialidades, pero creo no equivocarme si digo que la remuneración más habitual es ninguna. A veces incluso hay que pagar una pequeña cantidad para que el artículo se evalúe o publique. A cambio de esta nula remuneración, el autor accede a una cesión de sus derechos de copia. Las condiciones más habituales son sencillas: el editor puede volver a publicar el artículo cuando le dé la gana y el autor puede hacer lo propio, siempre y cuando cite la revista que publicó el artículo original.
Por tanto, las publicaciones en ciencia no proporcionan ingresos a sus autores. Las editoriales por su parte ganan algo de dinero, aunque tampoco puede decirse que hagan un negocio boyante. Dada la poca relevancia económica de este "negocio" y sus ineficiencias, hace algunos meses escribí un post proponiendo un sistema de publicaciones científicas libres, basado en las ideas de la WEB 2.0
A partir de lo anterior, queda claro que es muy difícil para un científico o un técnico ganar dinero publicando una investigación científica novedosa. La vía que queda abierta para lucrarse a partir de su creatividad es obtener y gestionar una patente.
Una patente es un derecho negativo que concede un estado al titular, permitiéndole impedir que terceros hagan uso de la tecnología patentada. El titular es el único que puede hacer uso de la tecnología patentada o autorizar a terceros para usarla en las condiciones que ambas partes fijen en un acuerdo de explotación. Las patentes las otorgan los estados por un período fijo que, en la actualidad, suele ser de veinte años.
Este sistema es complejo y, en la práctica, impide que un particular se lucre de su capacidad creativa por varios motivos.
En primer lugar, conseguir una patente es algo complicado y costoso, tanto más cuanto que la patente debe gestionarse en cada uno de los estados en que se desea proteger el invento. Esta complejidad y estos costes aumentan exponencialmente en el caso de las innovaciones biomédicas, debido a los protocolos de prueba a que deben someterse los medicamentos y productos destinados al consumo humano.
En segundo lugar las patentes no se consiguen una vez y ya está. Deben mantenerse activas mediante procesos legales que nuevamente suponen costes.
Por último, la titularidad y explotación de una patente no está exenta de riesgos. Desde hace algunos años las empresas se dedican a demandarse mutuamente por vulneración de sus derechos de propiedad intelectual. El despropósito llega a su límite en el caso de los Patent Trolls: organizaciones completamente ajenas a la investigación y desarrollo que se dedican a interponer demandas por supuesta violación de su propiedad industrial. Un ejemplo sangrante de este comportamiento es la demanda interpuesta por una compañía ignota llamada Lodsys contra varias empresas de software incluyendo entre ellas a Rovio, la compañía creadora del adictivo juego Angry Birds, por comercializar programas que incluyen un sistema de pagos supuestamente propiedad de Lodsys. Quien desee más información sobre esta anécdota, puede ejecutar esta búsqueda. Que cada uno valore la razón o sinrazón de esta demanda.
En resumen: pocas personas discutirán que es legítimo lucrarse de la actividad creativa, pero no lo es tanto defender determinados sistemas o convenciones como si fueran la única fórmula posible para hacerlo. Para poner en perspectiva estos derechos lucrativos, basta tener en cuenta casos como el del microbiólogo japonés Akira Endo. En 1976 el Doctor Endo, empleado de una pequeña empresa farmacéutica, descubrió que el metabolito de un hongo podía bloquear la síntesis del colesterol. Este hallazgo permitió, después de las pruebas de rigor en la década siguiente, que en 1986 la firma farmacéutica Merck pudiera comercializar la primera estatina para el uso humano. Hoy día más de veinticinco millones de personas están tomando estatinas en el mundo y estos productos permiten a las compañías farmacéuticas facturar billones de dólares cada año. Al Doctor Endo no le ha ido mal en la vida: ganó una cátedra, varios premios y le nombraron presidente honorífico de unos laboratorios farmacéuticos. Estoy seguro que ustedes y yo nos apañábamos con eso, pero también estoy seguro de que estas austeras compensaciones no son proporcionales al valor de su contribución intelectual.
Mi conclusión personal, a partir de todo lo anterior, es que las actividades creativas tienen mucho valor para la sociedad y que este valor debe ser remunerado. Dicho esto, no me parece presentable envolverse en el manto de la cultura, la legalidad o los principios más elevados para defender unos intereses económicos basados en sistemas comerciales obsoletos. Por ello voy a permitirme repetir una vez más una de mis ideas favoritas: queridos autores, el pago por copia se ha ido sin decir adiós.
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